Cuando
la inmobiliaria le enseñó aquel piso, le encantó que tuviese ese
patio interior y esa claridad. Le gustó toda la vivienda, la zona,
la amplia terraza que daba a la gran alameda. La luz que entraba por
las ventanas. Todo.
El
patio, del tamaño de una habitación y al que se accedía por la
cocina, contaba también con la ventana de una habitación. Era
particular. Si bien del segundo piso daban a él dos ventanas, cocina
y habitación. Cubierto por una tejavana, estaba abierto por una
esquina. Descubrió poco después que una pareja de colirrojos
anidaban en un saliente del techo sobre la secadora.
Vacío
el piso superior cuando él llegó, pasaron varios meses hasta que
oyó ruidos de gente.
A
los pocos días se cruzó en la escalera con una pareja de negros.
Supuso que eran sus nuevos vecinos. El hombre, alto y fornido, bien
vestido, le sonrío amablemente. Ella, de menor estatura, delgada,
pelo ensortijado y negra como el azabache, bajó la mirada a su paso.
Pasaron
los meses. Su trabajo, desde casa, consistía en llevar la
contabilidad de varias empresas. Ocupación que le permitía bastante
tiempo libre.
Un
día en que se encontraba limpiando sus zapatos en el patio, notó
que algo se movía encima de él. Al levantar la vista vio como su
vecina iba tendiendo la ropa en el colgador de su ventana. Cubierta
con una amplia y corta camiseta de tirantes y color blanco,
destacaba, más si cabe, el oscuro color de su piel... Y en ese
momento también la turgencia de unos pechos que, al movimiento de
tender, parecían pugnar por salirse...
Sorprendido
y turbado apenas se oyó a sí mismo decir un tímido hola... Bajó
la vista y siguió cepillando sus zapatos. Ella no respondió. Ni
creyó que le hubiese mirado.
Pasaron
dos semanas antes de que volviesen a coincidir en el patio. Él
estaba limpiando y regando algunos tiestos cuando oyó como una
ventaba se habría sobre él. En un principio ni se atrevió a
levantar la vista... Se había cruzado con ellos en la escalera en
algunas ocasiones y ella apenas había esbozado una sonrisa. Cuando
por el movimiento y ruido se hizo evidente que alguien estaba
asomado, miró hacia arriba y la vio colgando unas toallas... En esta
ocasión nada impedía ver como la naturaleza había obrado en aquel
cuerpo... Ahora sí fue ella quien, ante el silencio de él, y su
sorpresa, le sonrió ligeramente. Unos segundos después desaparecía
cerrando la ventana.
Se
quedó anonadado ante la visión de aquella escena que, inusual y
sorprendente, no sabía como interpretar...
Le
pareció, eso quiso pensar, que no había nada insinuante en aquellos
dos encuentros. Parecía más bien su forma natural de estar en casa,
sola, en la intimidad. Si bien ésta no le importaba compartirla con
él. Y empezó a gustarle aquel inocente juego de
complicidad.
En
ocasiones no era sólo al tender la ropa que coincidían,
sino también al limpiar ella los cristales de las ventanas. No
siempre se asomaba desnuda de medio cuerpo. Y ambas actitudes,
cubierta o sin cubrir, parecían tener la misma relevancia para ella.
Nunca
tuvo claro qué era el hombre para ella, marido, hermano,
compañero... Al cabo de unos seis meses y al volver a casa después
de un fin de semana de viaje, encontró un sobre en el suelo del
patio. Al abrirlo había un papel en blanco con la palabra “Adiós”
y la mancha de carmín de unos labios.