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Ayer comí con la familia en un restaurante. La mañana era espléndida. Si bien lucía el sol, algo de viento fresco anunciaba que el otoño se instalaba. Bien abrigado, recordé cierto día en la adolescencia en la que una tarde al final del verano y ante el cambio estacional, me puse ese primer jersey… Todavía siento en mí ese acogedor calor de aquella prenda, ese pasar del verano al otoño, ese inicio de un nuevo tramo en mi vida… En esos momentos, el nuevo curso escolar de Septiembre.
¡Que agradable sensación de recogimiento! De resguardarse en algo ante las inclemencias de lo que sea… De tener ese puerto seguro, ese hogar, ese rincón tuyo, grande o pequeño, en el que estar/ser!
Esa sensación de tener algo propio, íntimo, más allá de las cuatro paredes de tu casa, la volví a vivir cuando alquilé un local en León para instalar un comercio. Acababan de darme las llaves del mismo, era fin de semana, me disponía a viajar a Madrid donde residía pero…, antes abrí la puerta y dejé en un rincón una lata de aceite del coche.
Insignificante gesto, sin duda. ¡Una lata de aceite en un rincón!… Pero no era todo tan simple… ¡Era mi rincón, mi lata, mi local! ¡Y todo lo que ello pudiese significar de mí/mío… en la inmensidad de la vida
Estando ya en los postres me fijé en algunas otras mesas que también compartían espacio y degustación. Familias, parejas, jóvenes y no tan jóvenes conformábamos un elenco de individuos disfrutando del comer, la compañía, mil sensaciones más.
Niños, alegres y dicharacheros, un bebé dormido en un cochecito, sus padres. En otras mesas, una y dos parejas, jóvenes. En otra un matrimonio de mediana edad. Otras algo mayores, yo mismo me encuentro en ese punto. Más allá dos parejas en agradable conversación y risas… Y más gentes.
Y recordé a un familiar que, partió hace dos años al poco de cumplir los cien…, edad que decía que quería alcanzar. Y jugué a situar a varios comensales en cierta lista de edad.
Cinco y ocho años, meses, veinticinco y treinta y dos. Ventitantos. Cuarenta, cincuenta. Sesenta y cinco, setenta y tres. Esos cien señalados… ¡Aparente principio y final de una vida! ¡Todo por vivir!… ¡Mucho por recordar!
¡En ambos casos la vida fluye, continúa! Cierto que la intensidad, como el caudal del río que cruza el valle, no es la misma en primavera que en otoño. El ritmo lento de final de verano y el caudaloso que recoge las lluvias del invierno…
Cuatro estaciones entre miles de momentos, vividos o por vivir. Miro a mi nieta mayor, 17 años, y a la pequeña, 10. Me veo a mí mismo en relación a ellas y pienso:
¡Tres iguales para hoy!