Tras
dejar en los “udalekus”, centros de juego para niños en verano,
a las dos peques de la casa, mi nieta Ziara, 7 años, y Mamía, 10,
saharaui que comparte verano, piscina y agua en abundancia con
nosotros, he pasado cerca de los muros de la iglesia del valle…
Muros viejos. Con historia…
Bajo
su pórtico, grande en comparación con ésta, se reunían antaño
casi todos los vecinos, entonces de caseríos, que poblaban este
pequeño valle de prados, huertas, ganado, montes y río a las faldas
del monte Anboto, 1.331m.
Las
“piedras viejas” tienen un encanto especial. Es igual que estén
en casas de pueblos viejos, plazas, puentes, monasterios, iglesias,
calles o muros. Eso viejo tiene algo entrañable para mí. Su
color, su rugosidad al tacto, sus líquenes y musgos que el tiempo ha
ido formando, sus vivencias, su historia, su imagen toda, me da esa
sensación de… ¿cómo decir?… ¿hogar, recogimiento, seguridad,
vida serena…, oasis en un mundo de vértigo? ¿Reminiscencias de
vidas pasadas?
Si
os acercáis a ellas con la mente abierta podéis oír sus
cantos, o sus “cuentos”. Sus enseñanzas interminables... Las
piedras viejas enseñan, como enseñan los árboles solitarios el
sentido del mundo, o el fluir del río a su paso por el valle. A
través de ellas podréis oír los ecos de fiestas o de tragedias
habidas. Los lamentos oídos y las risas compartidas. Los primeros
besos a los 14 años y los furtivos de los 46. El jadeo de los
cuerpos apoyados sobre ellas en algunas noches tórridas de verano…
Las
piedras viejas cuentan la historia de la vida. ¡Tu propia historia!