“Acababa de cumplir 4
años. Mis padres y yo vivíamos en un pueblecito de Galilea a una
distancia de dos días de marcha al norte de Jappa. Jappa era la
ciudad, toda una aventura. De pie sobre el murete del jardín que
rodeaba nuestra modesta vivienda, contemplaba a menudo la larga fila
de caravanas de camellos que se dirigían a ella con paso indolente.
Era una de mis distracciones favoritas...
Nuestro pueblo estaba
rodeado por lo que en aquel entonces me parecía una autentica
fortificación, y que sólo era un murete de piedras grises. Apenas
sobrepasaba un metro de altura.
Mi padre me repetía
siempre, como para estar seguro que sus palabras se grabasen en mí,
que se trataba del “cerco sagrado” y que todo lo que permanecía
y crecía bajo su sombra quedaba protegido y bendito”. (*)
Año cero. O incluso
anterior. Quien así se expresa es Simón. Palestino, Esenio, como
Jesús. Habitante del pequeño pueblo que albergó durante un tiempo
al propio Jesús, sus padres y hermanos mayores. Compartió con éste
espacio y estudios en el Krmel. Si bien a Jesús la instrucción se
le daba a parte. Posteriormente y junto a su compañera Miriam se
convirtieron en discípulos de éste. Ayudando a cumplir lo que
tenía que ser hecho...
¡Me
gustan las piedras viejas!
“Sentado
en las ancestrales piedras del valle donde habito, pintadas de líquenes viejos y
enredaderas de un pequeño murete que separa las vacas que pastan en
el prado del camino de tierra, observo a los caminantes que vuelven o van..., y trato de adivinar,
cuando
no leer, a quien así lo quiere, qué esconden sus almas...”
Una amiga mía dice que me gusta lo viejo porque yo mismo lo soy... No sé
donde mirará mi amiga, pues aquí no hay nadie viejo. Cierto que me
gustan las piedras viejas, lo antiguo, lo de antes. Lo que estaba
vivo entonces y sigue estándolo... A diferencia, quizás, de lo
“nuevo o actual”. Que tiene su propio ritmo y realidad, lo sé.
Acorde con quienes lo viven hoy. ¡Cierto! Pero...
“Vieja”
era la isla de Ibiza donde nací... 1948. Y sigue siéndolo pues así
la veo y vivo cuando la visito. De lo nuevo, estridencias incluidas,
nada sé. La “vieja” casa, entonces, de mi abuela sigue estando.
¿Más vieja? ¡No! Igual que antes. ¿No son las mismas las orillas
y el mar que la rodean? ¡Pues lo mismo! ¿No son mis ojos y hasta yo
mismo el mismo que corría y jugaba entre sus viejas y entrañables
calles? ¡Claro! ¿Qué ha cambiado? ¡Yo no! ¡Y si yo no cambio,
nada cambia!
Santa
Marta del Tormes. 1952. La pequeña y antigua iglesia de aquellos
tiempos sigue dando cobijo a quienes lo necesitan. La casa que habité sigue en
pie. Las eras que antaño servían para trillar el grano son hoy
espacios habitados por miles de vecinos. ¿Y qué? El río Tormes es
el mismo, su cauce, su caudal, su vida. Como vivo sigue, o algún
retoño suyo, el ciruelo al que me encaramaba a comer sus frutos.
La
ancestral Noia. 1956. “Vieja” y querida villa de donde guardo
vivencias inolvidables. Cada vez que la visito se viste igual que
entonces. Las baldosas de la alameda desaparecen y es la tierra del
ayer la que pisan mis pies. Y si me siento en un banco de piedra,
estos sí se conservan, las figurillas de un jinete con lanza y casco
sujetan mi espalda. Si bien hoy esos dibujos ya no están.
Palma
de Mallorca. 1957. Nuestra casita en el campo. Sus frutales y su
jardín. Sus paredes blancas. Los almendros, su resina, sus higueras,
caquis. Sus entrañables aromas en todo de todo. También el hombre
del carro... ¡Pobre! Qué susto se llevó cuando yo mismo me asusté.
Y miles de ciudades más,
pueblos antiguos, casas viejas, caminos de tierra, monasterios y conventos, donde el tiempo, si es que ha existido alguna vez, se ha detenido!
(*)Del libro "Memoria de Esenio. La otra cara de Jesús". Anne y Daniel Maurois-Givaudan.