En 1956 viví unos 8 meses en casa de mis abuelos y tía Lolita en
Noia, Galicia. El resto de mi familia seguían en Mallorca. ¿Por qué
una distancia de mil doscientos y pico kilómetros entre ambos
puntos?
No
cabría negar que los caminos de Dios son, en ocasiones,
inescrutables!
En
aquella pequeña y encantadora villa de la Galicia profunda fui un
niño feliz. “Feliz” es la palabra que suele describir el estado
natural de bienestar en cualquiera. Y no necesariamente ese
hipotético estado de “éxtasis” sin límite que muchos intentan
alcanzar…
En
aquellas calles corrí tras un aro de metal guiado por una horquilla
del mismo metal. Asistí a la escuela nacional, leíamos El Quijote.
El Maestro, don Venancio, con unos gruesos cristales en los lentes,
era conocido por “el canario”. Tenía una jaula en el balcón con
dicho pájaro cantando.
Hice
amigos, tuve novia, así sin comillas! Se llamaba Gena, y era
dos años mayor que yo. Tenía diez. Siempre pensé que ese nombre
era diminutivo de Genoveva… Y digo se llamaba porque 47 años
después cuando nos encontramos de nuevo, supe que se llamaba
Xenerosa (Generosa).
Cuando
en nuestro viaje a Noia para casarnos, mi actual esposa y yo,
vistamos la feria de la empanada, donde su madre participaba, ganó
el concurso, le pregunté a ésta por su hija… Dígale que la
conozco de cuando niña. Cogió el móvil y la llamó:
─¡Hay
aquí un señor que pregunta por ti! Dice que jugaba contigo de
pequeña…
─Pregúntale
si se llama Ernesto…, contestó su hija. (47 años después
¡Entrañable!)
En
aquellas viejas calles rebosantes de vida natural, humanidad, gentes
mil, niños solos jugando, la inmensa Alameda, su palco de música,
la ría, que da nombre a la ciudad, la cacofonía del mercado de
abastos, auténtico conglomerado de voces de vendedoras, gentes
comprando, barullo, colorido, etc., todo ello conformaba aquel
universo que como niño entonces recuerdo con cariño hoy. De
mediados del siglo pasado al primer cuarto del siglo XXI.
Tengo
una imagen de entonces, aquellos tiempos, sus valores, sus
realidades, que destaca sobremanera. El encaje de bolillos.
Aquellos
grupos de mujeres, risueñas y dicharacheras, que por las tardes se
reunían sentadas en sillas bajas de paja de cara a la pared, en la
que apoyaban sus almohadillas y movían con arte y habilidad sus
bolillos entre sus dedos, mientras se iban formando dibujos de hilo
sujetados por mil alfileres, aquellas mujeres realizaban sin saberlo
el “preludio” del “encaje de bolillos” que hoy tanto se
practica en la “sociedad moderna”.
¡Auténtico
abracadabra del hacer sin hacer
y el decir sin decir.
La insulsez de tanto hoy!
Menos
mal que “siempre nos quedará París”. Y “...tócala otra vez
Sam”. (Frases memorables de la película “Casablanca”!