Si
bien cuando llegaron al pueblo llovía con fuerza, ninguno del grupo
de peregrinos demostró disgusto por ello. Más bien al contrario, la
satisfacción de lo que les esperaba. Cena y cama. Llevaba una semana
recorriendo el Camino de Santiago, y aunque lo inició solo, anhelaba
esa soledad, acabó dejándose integrar en un grupo de madrileños
que, por tercer año, recorrían distintos tramos.
Cervera
de Pisuerga. Conocía el pueblo de otros tiempos… de veintiocho
años atrás… De cuando las risas y los abrazos, los besos y las
caricias eran una constante en su vida Le gustaba ese sabor a vidas
antiguas que rezumaban sus calles, esos viejos comercios de maderas
artísticas y cristales curvados, cerrados y abandonados hoy,
rebosantes ayer de artículos y vida, de colores y alegrías. Había
vuelto años atrás… volvía. No es que buscase nada determinado ni
nada añorase. Sabía que la vida es así. Pero le gustaba perderse
por sus calles tranquilas, y limpias. Ver a sus gentes vivir sus
vidas. Oír sus palabras de Castilla La Vieja cuando con ellas se
cruzaba. El olor a pan recién hecho. El bullicio los días de
mercadillo. Sus entrañables soportales de madera, donde la vida de
estos pueblos teje su historia...
Mientras
el grupo desayunaba les comunicó que se quedaba. Poco después
buscaba alojamiento en la fonda que ya conocía. El matrimonio que la
regentaba se alegró de verle.
La
soleada mañana que había amanecido lo llevó hasta el río que
cruzaba la ciudad. Nada había cambiado en él. El parque, los bancos
junto a la orilla, el caudal, que siendo distinto siempre era. No se
veían las truchas de otras veces debido a la turbiedad del agua…
Bueno sí, de vez en cuando alguna sacaba la cabeza en el intento de
coger el bocado que la corriente llevaba. Recordó el jersey azul de
hilo que se quedó abandonado una tarde en la que embelesados, de la
mano y rozando sus labios sonrientes se alejaron del lugar…
Unos
vinos en la plaza, un menú casero donde Felisa, el café en el
señorial
casino mientras veía jugar al ajedrez a algunos parroquianos. Y
vuelta a los paseos callejeros. A eso de las seis volvió al río.
Sentado en el banco de los recuerdos vio pasar a una mujer que se
sentó en el contiguo. Nada destacable le llamó la atención. Si
acaso le pereció percibir como una sombra de tristeza que la
siguiese…
La
tranquilidad que le embargaba, la satisfaccíón que le producía
saberse en casa,
el calor del atardecer sobre
su cara,
todo ello le hizo cerrar los ojos… adormilarse unos momentos.
Cuando los abrió de nuevo y miró hacia la mujer ésta ya no estaba.
Creyó percibir que el murmullo
del
río le susurraba algo… ¿era posible?
Al
pasar por delante del banco donde ella se había sentado vio un sobre
bajo éste. Lo cogió. No figuraba ni dirección ni remite. Estaba
abierto y algo ajado. Dudó en sacar su contenido… ¿sería de
ella?
“Querida
mía, amor de mi vida, alma toda… te quiero!… No es mi mano quien
escribe esta carta, no podría. Es de Sor Pilar, la monja que me
atiende y me cura. Sabes ya de mi caída, junto a otros, en la
ascensión a la montaña. Desgraciado accidente, vida mía… Más
serio de lo que pudiese parecer amor… Más serio… Y lejos de ti!
Te
escribo, dicto más bien, porque el diagnóstico médico reconoce
daños internos que… tal vez no pueda superar… Sé lo que hablo
mi amor, y lo que ello significa para los dos… Sobre todo tú, que
te enteras ahora de lo que la vida nos depara… ¿Sabes corazón?
Estoy tranquilo, estoy bien dentro de la situación. Es la vida,
nuestra vida más allá de la vida!...
Siempre
en mí, Leonor, siempre en ti, amor.”
Poco
después entregaba el sobre en la farmacia, pues su titular era la
destinataria del mismo.
Invitado
por ésta, cenaron en el Gasolina aquella noche...