El final del verano empieza a llamar a las puertas, si bien el otoño no acaba de abrirlas del todo… todavía. ¡Tiempo de transición! En el que el verde/primavera va camino del ocre/dorado de las hojas…
Las espigas que maduraron al sol, hoy descansan en las eras a las afueras de pueblos esperando los trillos que vuelta tras vuelta sobre ellas acabarán por desprender la paja del grano. Aventada la primera en su paso por el cedazo, queda el segundo que, recogido en sacos, se almacenará antes de ser molido en las “muelas” de los viejos molinos de piedra.
Vivencias de un pasado que, si bien evocador en el recuerdo, hoy apenas se encuentra activo en algunos pueblos de las dos Castillas, aldeas gallegas o asturianas o tierras de Andalucía.
Pero que me ha llevado hoy a 1964 en que tras despedirme de mis estudios en Madrid, pasé aquel verano en Santa Marta del Tormes, dando vueltas y vueltas sentado sobre el trillo y, riendas en mano, dirigiendo las dos mulas que me tocaron.
Y de ahí, no sé por qué, me he visto paseando en tarde otoñal por la calle Ordoño II, León, ciudad que en 1972 escogí para vivir un par de años.
León es un cúmulo de vivencias y recuerdos… y vivencias. Y en algunos aspectos, punto de inflexión en mi vida.
Parte de lo que soy, proviene de esa tierra, sus gentes, su esencia, su distinción siempre. ¡Castilla la Vieja!
También la canción que estás oyendo...